Mientras que Jonathan creía que ya había aguardado lo suficiente y que de hecho, si la esperaba más, podría recibir con toda tranquilidad el premio al pelotudo del año, las piernas de un brillo ancestral de Micaela se asomaron por una de las cinco esquinas. Evitaron mirarase desde lo que restaba de distancia separadora. Mayra aceptó un beso apátco y tendió a él una mano demandante que, después de todo, le proponía caminar entrelazados en el trayecto hasta la plaza. A Jonathan le significaba una superación previa, un cadaver que de a ratos se movía como por reflejo: la ausencia de Ana. Tener que sujetar la mano de otra mujer, después de tanto tiempo, cambiar de tibieza, de ritmo cardíaco, de transpiración, de morfología, de todo cuanto implica una palma que no fuera la de Ana.
Malena en cambio tenía en su curriculum más palmas que cualquier otra cosa, y esa facultad a él lo situaba un tanto más acá de la desconfianza, más acá de la Ana amor eterno y puras certezas, de la Ana haciéndose cargo de la cena, de la Ana sin perfume ni maquillaje, de la Ana que le ofrecía orgasmos como buenas noches, de la Ana cada llanto en su nombre, de la Ana qué hermoso te queda esa ropa, de la Ana sudor dulce, de la Ana bien pero bien puta, de la Ana sin secretos, sin nada nuevo, sin aspiraciones, sin remordimientos ni culpas, sin sueños de primaveras adentro de otras bocas, Ana sin amigos, sin ganas de otra cosa que no sea amarlo.
El invierno de a poco se iba yendo, lenta y desganadamente, como tieso pero arrastrado, un niño encaprichado, un poco como él, Jonathan, dejándose arrastrar por Magalí, también rubia y ojos verdes, arrastrado y caprichoso, aceptó un banco en una plaza para besarla largamente, un beso nada comparable con los de Ana, por distinto, por la misma magia de siempre de las lenguas, los rostros, las huellas dactilares, la voz, el olor y el sabor irrepetibles.
Triste y hermoso.
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