Indiscutible creador de género policial, magistral cuentista que inspiró a tantos otros que le siguieron, genio atormentado, dolor de muelas ahogado en alcohol durante giras que duaraban semanas, mitómano si los hay, violento como Picasso de a ratos, insensible experimentador como Piaget por otros, maestro del terror y del suspenso y del ni uno ni lo otro, Edgar Allan Poe.
Por suerte la bibliotecaria del colegio, a mis once años, se avivó al encontrarme más lector y más atento que el resto, y en vez de otorgarme a préstamo "Mi cuerpo está cambiando", como a los demás, me entregó "El Escarabajo de Oro" de este señor de bigote y de diez-años-con-el-mismo-atuendo-gótico. No fue casual nada de lo que vino más adelante, pero a la bibliotecaria le debo las gracias o al menos un insulto por marcarme la vida tan impunemente, por más que me venga dando cuenta que sin esto que digo, no tengo nada, como le pasó a Poe y a casi todos los mejores y a muchos de los peores. (Entendamos por peor lo que yo entiendo por peor, al igual que su antítesis, facilitándome la vida, que es básicamente mi narrativa). ¡El Gato Negro!, ¡Berenice!, ¡Ligeia!, ¡Corazón Delator!, ¡La caída de la casa de Usher! Oh, Abelardo Castillo, ¿cómo no respetarte?
No hay Edgar Poe sin Allan, no hay Chejov sin Allan, no hay Tolstoi, no hay Baudelaire, no hay Pizarnik, no hay Abelardo Castillo, no hay yo sin Allan.
"El Cuervo" debe ser lectura obligatoria de séptimo grado, por su tensión poética, por su capacidad de inmiscuirse en la realidad, acompañada de alguna maestra de lengua de buena fonética, de oscura fonética, de gajos de cáscara en su voz, puede causar pesadillas en algún susceptible del alumnado, y de las pesadillas también se aprende.
Axel. M. López
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