Convengamos que no soy el primero que se entera, ni que va a plantear
un pseudo ensayo sobre este texto de innegable valor inventivo.
Convengamos que lo hemos leído o que no lo hemos leído: de cualquier
manera esto nos puede aclarar algo (en su defecto obnubilar aún más) en
el primer caso, o servirnos de guía nunca analítica para el segundo.
El Aleph, es un texto que sorprende no por aquella ejecución que se
presupone perfeccionista como ya sabemos característica de J. L. B. (de
cualquier manera no somos lo suficiente ingenuos como para creer que ese
perfeccionismo no es falaz), sino por la temática metafísica que toca o
al menos ve: el punto donde convergen todos los puntos del universo.
Sepamos que ésta teoría metafísica no es autoría de Borges -ya está todo
escrito, piensan algunos-, sino que deriva de antiguas búsquedas
alquímicas egipcias y chinas, pero asimismo no data que haya habido otro
autor que nos la alcance a occidente, o por lo menos que haya
trascendido, o por lo menos que yo conozca.
Aleph: Ojo de Horus, también Tacto de Horus, también Oído de Horus, también Paladar de Horus, también Nariz de Horus retrospectivos que permiten dar noción
exacta del devenir / El absoluto de a imágenes poéticas en la perpetuidad de un
instante carente de superposición, mejor imaginemos infinitas pantallas
que podamos contemplar simultáneamente, que representen el antes, el
ahora y el después, no de nosotros sino de la totalidad del universo,
que claramente nos incluye, a usted, a mí, a su madre sentada en el
inodoro justo después del acto que lo hizo nacer. De modo que si alguien
contemplara alguna vez el Aleph, no sólo me veria a mí escribiendo en
este instante, sino que a su vez lo vería a usted leyendo en este
instante, a mí durmiendo en este instante, a usted un poco aburrido y
bostezando, a mi tía naciendo, a Alejandro Magno alzándose sobre su
caballo, a Nietzsche escribiendo cerca de la chimenea, a Jesús y al Che
predicando, y además todo lo otro, el porvenir: mi muerte, la suya y la
de su madre y la de su abuela, en un instante, en la que aquel que ve
ese punto (y aquí está el secreto) se convierte en ese punto.
Lo que propone Borges como nuevo en este cuento no es aquella teoría
de antaño, la posible existencia de un algo que así sin más, nos permita
la omnipresencia, por el contrario los versos que compartió el dueño de
la casa y por ende también del Aleph.
He visto, como el griego, las urbes de los hombres,
Los trabajos, los días de varia luz, el hambre;
No corrijo los hechos, no falseo los nombres,
Pero el voyage que narro, es... autour de ma chambre.
Sepan. A manderecha del poste rutinario,
(Viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)
Se aburre una osamenta - ¿Color? Blanquiceleste -
Que da al corral de ovejas catadura de osario.
¿Alguien nota en estos pasajes una magia sobrenatural, algún escalofrío mientras lo lee? No. Safan. Hay mejores. Esto es porque El Aleph no nos hace un Dios Eterno, nos hace un Dios efímero del instante de contemplación. Lo más impresionante que hay en este cuento son las críticas sobre estos versos que realiza el personaje de Borges antes de advertir el Aleph.
Quizá Borges sea el más limitado de todos los escritores y con un Aleph y todo apenas si alcanzó a realizar algunas obras ponderables razonablemente: justo por esto, adquiere un condimento extra, como un pianista sordo.
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