Y qué tan contento de andar por la ciudad con el frío y la
humedad, yendo de una calle a la otra para terminar invirtiendo en tabaco y alcohol,
en la muerte legalizada. De la psicodelia no entendías nada ni querías entender,
te asustaba. Tarde había entendido que nada de eso era para vos, tarde había
entendido que eras parte de otro mundo que erradicaba cualquier conocimiento
por los precarios lujos capitalistas, estabas más cerca de una triste farándula
que de la bohemia incomprendida, más cerca de un cielo recurrente que de los
infiernos más inusuales. Pero eran tus labios, tu caminar por las aceras como
si fueran angostas para tu silueta, y qué tenía yo que ver con eso. Y del
querer encontrábamos supuestos, fascinaciones, era el lacerar de los cuerpos
repletos de rendijas y escondites. Encontrábamos siempre cualquier motivo de confrontación
y mordeduras y besos, de agredirnos con palabras que no nos herían porque éramos
enemigos antes de ser amantes. Asistías a cada una de mis palabras sin ninguna
capacidad de ir más allá de la superficie, te quedabas con aquella
incomprensión y reproducías el discurso como quien recolecta manzanas sin saber
qué era recolectar y qué manzana, diciendo que todo eso era prohibido, de
alguna manera que no sabías explicar eso estaba mal, estaba mal que yo quisiera
abrir tu sexualidad como una amapola, estaba mal que yo quisiera frenarme a
charlar con cuanto borracho falopero se nos cruzara, estaba mal que ande por la
calle sin remera, estaba mal que diga droga, que diga realidad, que diga
muerte, que diga todo lo que digo siempre y tan vacío me hace sentir.
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