Tehuel bajó a desgano los últimos escalones del tunel, invadido por el-olor-nauseabundo-de-la-orina-ajena; las paredes humedecidas, aires de alguna vez rata muerta. Ahora lo más difícil: atravesar toda su extención y luego las escaleras de salida, donde recién entonces la corriente se renovaba y el techo de la estación mostraba su chaperío de capricho verdoso.
Se tapó la nariz con una manga, enfiló y caminó sin detenerse. Una cucaracha le vino a contramano. En otro contexto a lo mejor la hubiera escuchimizado contra el piso, pero el olor era intolerable, preferible omitir y continuar (véase Gaspar Noe), rezongarse un poco, dar el salto avanzando los primeros tres escalones, de sopetón, iniciar un trote en subida, detenerse en el descanso, continuar, salir a la superficie.
Afuera encendió un cigarro, mientras cambiaba de música en el mp3, intercambiando miradas indiferentes a sus socios de espera, acá, de este lado, cruzando las vías, opuestamente, algo de resignación y algo de pesadumbre en cada semblante, excepto en los encontronazos, como cuando la muchacha sentada en el banco divisó un rostro conocido más allá, a la izquierda, en el mismo andén muy cerca de Tehuel, y ahí había como un desdibujo, algo de paradigma en toda dinámica, donde un hombre entrado en los treinta se dejaba saludar amablemente por una muchacha que decía ser su estudiante, y Tehuel los oía a la perfección, porque al principio cayó en el egocentrismo barato de creer que la muchacha lo saludaba a él, de manera que se había sacado un auricular, pero gracias a eso ahora los podía escuchar claramente.
Él era profesor en la Unsam, ella estudiante que idealiza, con la mirada borroneada y unos cachetes ruborizados a la manera de muñeca de porcelana. Ella hablaba todo el tiempo, a la velocidad de la luz, mientras él prestaba la atención adecuada, respondía cordialmente, elegía con facilidad las palabras más concretas y sencillas a la labor de la síntesis -cada tanto miraba la lejanía, buscando el tren después de la curva-. Tehuel asistía desinteresado. Él lo miraba más que ella, pero ya no tenía ningún motivo para seguir metido entre esos dos. Prefirió calzarse otra vez el auricular y fumar plácidamente a la espera. Pasó de Artic Monkeys a Onda Vaga, vaya uno a saber por qué. Cerró los ojos y sintió las vibraciones.
La muchacha y su profesor optaron por la puerta izquierda, la más cercana a la mitad del andén, mientras Tehuel aceptó seguirlos sin mucha vuelta de roscas. Adentro del furgón entró en contacto con el nuevo paisaje (los paisajes urbanos tienen mucho que ver con las caras y por qué no, los cuerpos), atendió a una mujer esvelta y bien vestida de su misma edad, después de escabullierse tras los senos de una cuarentona llamativa. Comprendió casi una máxima en su carácter. Siempre hacía lo mismo: fijación. Se estancaba durante todo el trayecto en un rostro, en su mayoría femenino -no necesariamente-, y entonces el viaje era doble, porque por un lado de San Martín llegaba a Villa Martelli pero por el otro, de la nariz de la desconocida accedía a su boca, fijándose, mirándola, cada gesto, cada movimiento de manos, y era increíble que las miradas se cruzaran a veces, ella sabiéndose observada, y él sosteniendo esa mirada, enfrentándola con la vista en condición no de pajero, sino de seductor, donde lo más importante era la actitud, mirarla, sin avalancha, mirarla no persecutivamente, mirarla como obra de arte, volver a la ventana, a otro rostro, para recaer irremediablemente en ella, aparentando interés pero con una libido atada en la córnea. Así supo que siempre obtenía una fijación por viaje en cualquier transporte público, y quizá también en todo ámbito y en el fondo eso era lo que llamaban empatía.
Jamás hablarían, jamás se volverían a ver, nunca una tasa de café, siquiera se recordarían. Eran muerte el uno para el otro, muerte en algo tan efímero como un viaje de tren. El mundo cabía en una mano, eso Tehuel lo sabía, pero no había forma de que esa mujer le interesara, lo que le interesaba era él mismo, viéndose en sus fijaciones, encontrándose en todo momento con la inminente recurrencia de elegir entre una cara entre todas las del tren, una con la cual deleitarse, y a veces retornaba a otra (usualmente había una segunda, pero más de apoyo-soporte ante la primera), y a veces se perdía en los árboles que pasaban, con la mirada ida, y la música y el quetrén-quetrén, mientras un viejo cartel en decadencia anunciaba "Villa Puyrredón", y algunos pasajeros se desaparecían sin nombre ni sombra y por consiguiente sin siquiera testigos, al tiempo que otros tantos abordaban y empezaban su propio juego de cavilaciones y urdimbre, más los solitarios, sin hablar, esperando algún suicida que los conecte en la queja, o algún desmayo por el calor y la humedad.
Tehuel desendió en Villa Urquiza, despidiéndose de su fijación femenina en un rito silencioso, mientras le sobrevenía paulatinamente la idea del desdibujo, una fijación momentánea que ya empezaba a olvidarse, a borrarse, algo de tren o colectivo, algo que en la calle sucedía rara vez porque todo era más acortado, la empatía y la fijación no podían adquirir tantos conceptos en derredor. Dio media vuelta y se topó con el profesor pero esta vez solo, habiendo perdido a su estudiante. Volvió hacia Triunvirato, encendió otro cigarro, lo vio doblar hacia Moroe, irse, desaparecer... Otro rostro empezó a desdibujarse, a irse para siempre, a quedar en el olvido, como todos los rostros cuando dejan de verse, y sólo quedan los nombres y alguna foto en la memoria que retenga algún gesto que nunca será como el verdadero gesto, el del instante, que nunca se identificará en la cara, sólo en la fijación, que también se borraba, fuera del instante, parecían no existir. Ni el profesor, ni su estudiante, ni su mejor amigo, ni su madre, ni él en ese engaño visual que llamamos espejo retronarían, porque para eso necesitaba volver a abrir los ojos, volver a ver dibujos de un solo momento, desdibujándose en la eternidad, sin ninguna memoria que los rehaga... desdibujándose.
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